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Authors: Barbara Wood

Tags: #Novela histórica

Bajo el sol de Kenia (9 page)

BOOK: Bajo el sol de Kenia
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Grace miró por encima del hombro hacia el africano que se encontraba junto a la puerta de la tienda sosteniendo una cantimplora y una toalla de lino. Vestía un kanzu largo y blanco que le llegaba hasta los pies desnudos y se cubría con un fez turco.

—¿Por qué quieres que se vaya, Rose?

—¡Me da miedo!

El hombre habló:

—Me llamo Joseph, mensaab. Soy cristiano.

—Déjanos solas, por favor —dijo Grace.

—Bwana Lordy me ordenó que cuidase a la mensaab.

—Ya hablaré yo con lord Treverton y le explicaré. Puedes irte, Joseph.

Cuando el africano se hubo ido. Rose miró a su cuñada con expresión de súplica y susurró:

—¡Tienes que hacer algo por mí, Grace!

Grace le miró atentamente la cara. Las mejillas marfileñas estaban arreboladas y le temblaban los labios. Unas cuantas trenzas de cabello color claro de luna se habían escapado de los peines y le enmarcaban el rostro.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Grace.

—Es… Valentine. Verás, no puedo… no estoy preparada para… —apartó la mirada y se puso a juguetear nerviosamente con el cepillo de plata para el pelo—. Tú eres médico, Rose. A ti te escuchará. Dile que ha pasado demasiado poco tiempo desde que nació la niña y…

Grace guardó silencio. No sabía qué decir.

—Ayúdame, Grace. No puedo soportarlo. Todavía no. Primero tengo que acostumbrarme a —agitó las manos— todo esto.

—Muy bien. Hablaré con él. No te preocupes, Rose. Anda, ven conmigo. Los hombres nos están esperando.

Ambas mujeres se llevaron una gran sorpresa al dejar atrás el frío aire de la noche y entrar en la tienda comedor.

—¡Valentine! —exclamó Grace—. ¿Se puede saber cómo lo has conseguido?

—Resultó un poco difícil, chica, entre la guerra y todo lo demás… ¡A veces es útil estar podrido de dinero! —dijo mientras cruzaba la tienda vestido con un esmoquin negro y camisa blanca almidonada. Lord Treverton besó a su hermana en la mejilla, luego recibió a su esposa con una sonrisa radiante—. Y bien, querida mía, ¿qué te parece?

Los ojos de Rose repasaron las sillas Chippendale, el mantel de encaje belga, los candelabros de plata y la vajilla de porcelana. En un gramófono sonaba un vals y la luz de las lámparas arrancaba destellos de los vasos y las copas de cristal; el aire olía a jazmín.

—¡Oh, Valentine! —exclamó Rose—. ¡Es precioso!

—Voy a presentarte a nuestro invitado —dijo, indicando a un hombre que Rose no conocía. Era el oficial de distrito Briggs, un hombre corpulento, de sesenta años y pico, que llevaba un uniforme caqui muy planchado y un lustroso correaje de estilo militar. Valentine sirvió aperitivos y brindaron todos por el África Oriental británica.

—Tenía la esperanza de conocer a su esposa, sir James —dijo Grace, sentándose a su lado. Sir James estaba muy atractivo con su esmoquin blanco de corte impecable.

—A Lucille le hubiera encantado venir. Hace un mes que no ha visto a ninguna mujer blanca. Pero me temo que en su estado no era prudente que hiciese el viaje desde el rancho hasta aquí. Nuestro tercer hijo nacerá dentro de unas semanas.

—¡Es una bendición verlas a ustedes dos, señoras! —exclamó el oficial de distrito Briggs, sentándose al otro lado de la mesa—. ¡Todos los blancos del distrito vendrán corriendo a verlas!

Lady Rose se rió y meneó la cabeza. La cinta con diamantes de imitación que llevaba en el pelo lanzó destellos mientras la solitaria pluma de halieto se agitaba en el aire. La esposa de Valentine vestía a la última moda de posguerra: un estilizado vestido de Poiret con largas sartas de perlas y atrevido escote cuadrado.

La cena de ocho platos fue servida por silenciosos africanos que vestían kanzus largos y blancos y aparecieron por la parte posterior de la tienda con bandejas de plata.

—No es tan bueno como hubiese querido —dijo Valentine mientras escanciaba el champán—. Hemos padecido escaseces terribles en el protectorado por culpa de la guerra.

Briggs tomó una cucharada de sopa como si fuera la última de su vida.

—¡Condenados alemanes! Nos hicieron correr como mastines tras un zorro. Los cultivos podridos, las cosechas sin recoger, el ferrocarril volado por los aires, y sin material médico. Perdimos cincuenta mil hombres, señorita Treverton. No fueron ustedes los de Europa los únicos que lo pasaron mal, ¿sabe?

—No pasé la guerra en Europa, señor Briggs —dijo Grace sin alterarse—. Serví a bordo de buques hospital en el Mediterráneo.

De pronto se hizo un gran silencio, interrumpido únicamente por los sonidos de la selva bajo la fría neblina. Luego sir James dijo:

—Lo único que podemos hacer es esperar que vengan las lluvias. Estamos en medio de una depresión y sólo nos faltaría una plaga de hambre.

—Pues yo creía que ya había empezado a llover —dijo Rose.

—¿Se refiere a lo de esta tarde? —preguntó Briggs—. ¡Cuatro gotas! Si no llueve más, ya podemos despedirnos de todas las granjas de los alrededores. En el África Oriental, lady Rose, cuando hablamos de lluvia nos referimos a lluvia de verdad.

—Verá usted —dijo sir James—, aquí no tenemos estaciones; sólo temporadas de lluvia y temporadas secas. En Europa plantan y luego cosechan. En el África Oriental británica se planta, pero eso no significa forzosamente que luego se coseche.

—Sabe usted muchas cosas sobre este país, sir James. ¿Lleva aquí mucho tiempo?

—Nací aquí. En Mombasa, allá en la costa. Mi madre era misionera; mi padre tenía mucho de aventurero. Eran tan diferentes como la noche y el día, y me han contado que su noviazgo fue como una leyenda.

Grace le miró. Sir James tenía un perfil extraordinario, con una nariz grande y recta, las mejillas cuadradas y hundidas.

—¡Qué romántico! —dijo.

—Mi padre era explorador. Conoció a Stanley en el Sudán y estuvo en Londres cuando el entierro de David Livingstone. Algo de estos dos hombres contagió a mi padre. Vino a África soñando con abrir el continente negro.

—¿Y lo abrió?

Sir James cogió su copa de champán.

—En cierto sentido, sí. Fue uno de los primeros blancos que pisaron este país. De eso hace poco más de treinta años. Al verle, los nativos huyeron corriendo, asustados. Era la primera vez que veían a alguien que no tenía la piel oscura.

—¿Qué hizo su padre para superar esa dificultad?

—Fue muy listo. En 1902 hizo un safari a esta región y los kikuyu de aquí le cortaron el paso, diciéndole que no podía avanzar más a no ser que trajera la lluvia consigo. Por medio de un intérprete les contestó que le parecía un precio razonable y se retiró a su campamento, a esperar. Poco después llegaron las lluvias y mi padre se atribuyó todo el mérito.

Grace se echó a reír.

—¿Le acompañaba usted en esos viajes?

—Cuando era pequeño, no. Estaba demasiado ocupado buscando la inmortalidad para tener que ocuparse también de un niño. Mi padre afirmaba ser el primer descubridor del Great Rift Valley, pero el honor fue para otro. Soñaba con que pusieran su nombre a algo grande, pero la fama siempre se le escapaba. Así que se hizo cazador, y fue entonces cuando empecé a acompañarle en los safaris.

Lady Rose dijo:

—¿Qué significa «safari», sir James?

—Quiere decir viaje en suajili.

Mientras les servían las chuletas de gacela, Grace se dio cuenta de que estaba pensando en el hombre que tenía a su lado. Sir James le intrigaba; representaba algo misterioso y apasionante.

—¿Ha salido usted alguna vez del África Oriental, sir James?

Sir James le dedicó otra de sus sonrisas tímidas, como si se avergonzara de algo.

—Llámeme James, por favor —dijo.

Grace recordó que en una de sus cartas Valentine decía que a James Donald, que poseía un rancho de ganado cerca de Nanyuki, le habían concedido su título por los servicios prestados durante la guerra.

—Estuve en Inglaterra una sola vez —dijo sir James—. Fue en 1904, cuando tenía dieciséis años. Mi padre murió y fui a vivir en casa de un tío en Londres. Me quedé seis años, pero tuve que volver. Inglaterra me resultaba demasiado aburrida, demasiado segura y demasiado previsible.

—Suerte tuvimos de que volviera —dijo Briggs, rebañando el plato con el pan—. Sir James conoce muy bien la selva y los nativos, de modo que nos fue utilísimo en la campaña contra los alemanes.

—¡Oh, no, nada de historias de guerra, por favor! —dijo de pronto Valentine.

Pero Briggs no le hizo caso.

—Toda historia sobre un hombre que le salva la vida a otro merece contarse.

Grace recordó que en otra de sus cartas Valentine le había dicho: «He decidido comprar tierra cerca del rancho de James. Es el tipo que conocí durante la campaña».

Grace no sabía nada acerca de la participación de su hermano en la fase de la guerra transcurrida en el África Oriental. Tras llegar como oficial con el general Smuts, se había enamorado del país y decidido quedarse en él. Grace notó un cierto embarazo alrededor de la mesa y comprendió que la amistad entre Valentine y sir James debió de nacer en algún episodio de valor y sacrificio. Como ninguno de los dos hombres quería hablar de ello, se quedó sin saber el porqué del inexplicable enfado que el tema despertaba en su hermano. ¿Sería porque detestaba que le recordasen la deuda monumental que había contraído con sir James?

—Así que es usted médico, señorita Treverton —dijo Briggs—. Pues aquí tendrá mucho trabajo, se lo aseguro. Su hermano nos ha dicho que piensa fundar una especie de misión. Yo diría que ya tenemos suficientes en el distrito. Nunca he comprendido por qué todo el mundo se empeña en educar a estos negros del diablo.

Grace sonrió fríamente y se volvió hacia sir James.

—Tengo entendido que conoce muy bien a los nativos de esta región. Quizá pueda usted iluminarme sobre lo que he de hacer para ganarme su confianza.

Valentine contestó por su amigo.

—Nadie conoce a los kikuyu como James. A su padre lo hicieron hermano de sangre de la tribu del jefe Koinange. Tuvo que presenciar algunas ceremonias secretas. Lo llamaban Bwana Mkubwa, que significa gran jefe. Incluso le han puesto un apodo a James.

—¿Cuál?

—Lo llaman Murungaru. Quiere decir recto. Sin duda es por su aspecto y también por su carácter —Valentine hizo una señal a un sirviente para que retirase los platos—. ¡Así que los nativos lo conocen a él tan bien como él los conoce a ellos!

—¿Los de esta región son amigos?

—No nos causan ningún problema —dijo sir James—. Los kikuyu eran un pueblo muy belicoso, pero los británicos pusimos coto a sus ganas de guerrear.

—Esa lanza que hay ahí —dijo Valentine, señalando la pared—, me la dio Mathenge, el jefe de estos contornos. Ahora es mi capataz.

—¿Están verdaderamente pacificados?

Sir James ladeó la cabeza.

—No sabría decirle. Por fuera parecen aceptar por completo que los gobernemos. Pero nunca se sabe lo que piensa un africano. Cuando los hombres como mi padre llegaron aquí las tribus indígenas eran como gentes de la edad de piedra. No tenían alfabeto, desconocían la rueda, su agricultura era muy rudimentaria y vivían del mismo modo que sus antepasados habían vivido durante siglos. Aunque resulte asombroso, esta gente ni siquiera había inventado la lámpara ni aun el tipo más sencillo que utilizaban los antiguos egipcios. Ahora los misioneros intentan introducirlos a toda prisa en el siglo XX. De repente el africano se encuentra con que le están enseñando a leer y a escribir, a llevar zapatos, a usar el cuchillo y el tenedor. Esperan de él que actúe y piense como el ciudadano británico que tiene tras él dos mil años de desarrollo. ¿Quién sabe qué saldrá de todo esto? Quizá dentro de cincuenta años lamentaremos haberle enseñado al africano tantas cosas en tan poco tiempo. Puede que algún día millones de africanos educados vean de pronto con malos ojos la dominación de que son objeto por parte de un puñado de blancos y que haya entonces una guerra terrible con mucho derramamiento de sangre.

Sir James guardó silencio e hizo girar lentamente su copa sobre el mantel de encaje. Luego, en tono más reposado, dijo:

—O quizá suceda más pronto.

Los demás tenían los ojos clavados en la copa que giraba sobre el mantel, las facetas reflejando la luz de los candelabros, el champán de color amarillo claro agitándose.

De repente Valentine dijo:

—¡Eso no ocurrirá nunca! —e hizo un gesto con la mano para que les sirvieran el postre.

Entraron bandejas de fruta y queso. El oficial de distrito Briggs fue el primero en servirse, diciendo:

—Son gente rara, estos negros. Su concepto del dolor y la muerte es distinto del nuestro. Nada les preocupa. Desde que nacen les enseñan a no demostrar debilidad. Y lo aceptan todo tan fácilmente. Las enfermedades, la muerte, el hambre… para ellos todo es
shauri ya mungu,
la voluntad de Dios.

—¿Creen en un dios único? —preguntó Grace, dirigiéndose a sir James.

—Los kikuyu son un pueblo muy religioso. Rinden culto a Ngai, creador del mundo. Ngai vive en el monte Kenia y no se distingue demasiado de algunas versiones de Jehová.

—Blasfemia —musitó Valentine.

Sir James sonrió.

—Los kikuyu no son politeístas. No tienen que renunciar a muchas cosas para convertirse al cristianismo, y salen ganando mucho. Por esto los misioneros tienen tanto éxito.

—Por lo que veo, los kikuyu deben de ser gente sencilla.

—Al contrario, no lo son. Y ahí es donde se equivocan muchos blancos. Los kikuyu son gente compleja en lo que se refiere a su pensamiento, a la estructura de su sociedad. Tardaría horas en hablarle de todos sus tabúes.

—Entonces no lo hagas —dijo Valentine, cogiendo la tercera botella de champán. Sus ojos parecían arder y se posaban a menudo en lady Rose.

—James, esta tarde me habló usted de la hechicera de esta región, de Wachera. ¿Es una jefe? —preguntó Grace.

—Santo cielo, no. Las mujeres kikuyu no son líderes. Apenas si las consideran personas. Son objetos propiedad de los hombres. Sus padres las venden, y sus esposos las compran. De hecho, la palabra kikuyu para designar al esposo significa «propietario». Y la que equivale a «hombre»,
murume,
significa «poderoso», «objeto de gran valor», «amo y señor», mientras que la palabra kikuyu para designar a la mujer es
muka,
que significa «persona sometida», «llorar por nada», y «propensa al pánico».
Muka
también significa «cobarde» y «objeto sin valor».

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