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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (10 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Julián Sedano y Leguísamo, el hijo de Maximiliano, bisnieto de Napoleón I, murió fusilado durante la Primera Guerra Mundial, acusado de conspirar con los alemanes en contra de los franceses.

¿Sería el que apareció en Francia antes de la guerra de 1914-1918 peinando su barba negra de igual forma que Max y declarándose hijo del antiguo emperador de México? Cubierto de deudas, entregándose a negocios sospechosos, fue contratado como agente por los servicios secretos alemanes de 1915. Desenmascarado en 1917 por el contraespionaje francés, fue arrestado y condenado a muerte. El 10 de octubre, frente al pelotón de ejecución, se le leyó la siguiente conclusión de la sentencia: «¡Sedano y Leguísamo, hijo del emperador mexicano, va a ser fusilado como traidor!»

Y Sedano murió de la misma forma y con el mismo valor que
su padre
. Numerosos son aquellos que han considerado y consideran a Sedan o como un impostor.

Ahora bien, en la Enciclopedia de los Municipios de México, en la parte correspondiente al estado de Morelos, sección «Personajes», encontramos el siguiente registro:

Julián Sedano y Leguísamo (1866-1914). Nació el 30 de agosto, hijo de Concepción Sedano Leguísamo y de Maximiliano de Austria. Fusilado en París.

Porfirio Díaz

EL GRAN ENTERRADOR DEL LIBERALISMO DEL SIGLO XIX

A Guillermo Prieto Fortún, el hombre que,

como dijera el poeta, es el fiel espejo en el

que todos deberíamos vernos reflejados

—¡Siéntate, Porfirio...!

—Es que yo...

—¡He dicho que te sientes!

—Pero, Señor...

—¿Te atreves acaso a desafiar mis órdenes?

Una mirada saturada de furia salió disparada hacia los ojos del implacable juzgador. El dictador oaxaqueño no pudo oponer mayor resistencia. Con el rostro congestionado por la ira, el maxilar desencajado y un manifiesto temblor en los labios, el ex presidente de la República se dirigió a una silla, ¿silla? No, no se trataba de una silla, sino de un triste banco, diminuto, por cierto, ubicado en el centro de un salón extraordinariamente bien ventilado por la brisa suave, acariciadora y generosa. Una luz "matutina y cálida iluminaba el ambiente inundándolo de paz, una paz que el tirano no percibía en su arrebato. Mientras contemplaba en silencio el lugar asignado, una evidente humillación al ignorarse su anterior investidura, empezó a titubear decidido a no tolerar que semejante ofensa se perpetrara en contra de su persona o de su recuerdo. Cuando al sentirse deshonrado intentó, de nueva cuenta, refutar la instrucción, una voz ensordecedora lo convenció de la necesidad de someterse sin más a tan elevados designios. Él, el gran jinete, percibía cómo la fuerza de sus piernas podría abandonarlo en cualquier momento. Sin embargo, permanecía de pie. ¿Someterse él, Porfirio Díaz, obedecer a quien fuera, después de haber gobernado México por más de treinta y cuatro años? ¿Él, el gran militar de indiscutible prosapia que había carecido de espacio en el pecho de su guerrera decorada con charreteras y puños de oro para colocar al mismo tiempo todas las condecoraciones, cruces, medallas, bandas y emblemas, además de órdenes diplomáticas de la máxima jerarquía con las que lo había distinguido el mundo entero, sí, sí, él, nada menos que él, tendría que rendir finalmente cuentas a alguien? ¡Horror!

Díaz, acostumbrado durante décadas a ser objeto de todo género de homenajes, por ejemplo, al pasar revista a las tropas uniformadas de gala después de saludar marcialmente a la bandera patria; él, habituado a escuchar cómo tañían las campanas de pueblos y ciudades para anunciar su arribo; él, el Padre de la Patria, quien se emocionaba hasta las lágrimas al oír la detonación de una serie de veintiún cañonazos de salva disparados por los cadetes del Colegio Militar para distinguir su presencia en cuanto foro a cielo abierto se presentara, mientras se interpretaban las notas vibrantes del himno nacional; él, José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, reconfortado con todas las bendiciones espirituales impartidas por su Santa Madre Iglesia Apostólica y Romana y reconciliado absolutamente conella, ¿tenía que aceptar una jurisdicción divina para ser absuelto o condenado? ¿Por qué Juárez pasaría a la historia como el Benemérito de las Américas, rodeado de honores, mientras él, el gran constructor del México moderno, no sería recordado con un enorme monumento de mármol blanco diseñado por uno de los grandes artistas italianos, es más, tal vez ni siquiera llegaría a contar con una simple sepultura en la tierra que lo había visto nacer?

—¡Siéntate, he dicho...! No me gusta repetir mis instrucciones. Díaz no tuvo entonces más remedio que sentarse en un banquillo muy parecido, por cierto, a los utilizados por los indígenas zapotecas para lustrar el calzado de los caballeros que exhibían alguna personalidad económica en el zócalo de Oaxaca. ¡Qué años aquellos!

—¿Llegaste a creer, extraviado en tu megalomanía, que tu comportamiento nunca sería juzgado, verdad? Que nadie jamás podría levantar la mano y señalarte con el dedo, ¿no es cierto? Que en ningún caso llegarías a comparecer ante tribunal alguno porque tú eras el juez de jueces, el señor de señores, a quien nadie se atrevía a contradecir, no? La justicia eras tú, la suprema verdad eras tú, la última palabra eras tú, la mismísima encarnación de toda sabiduría eras tú, ¿así pensabas o me equivoco? —volvió a sonar aquella voz imperiosa salida de un grupo de densas nubes, tras las cuales apenas aparecían, suspendidas en el vacío, las patas brillantes de un inmenso sillón de oro rodeado, por lo que se podía escasamente distinguir, de una corte de arcángeles y querubines.

—Nnnooo...

—¡Calla!, ¡calla!, no he terminado... Hablarás cuando yo te conceda la palabra. Mientras tanto escucha: fuiste un gran militar al servicio de tu estado natal, de la misma manera en que defendiste exitosamente los intereses de la República cuando de muy joven, tan sólo a los dieciséis años, luchaste contra la invasión norteamericana de 1846. Más tarde apoyaste el Plan de Ayutla para expulsar a Santa Anna por última vez del poder. Estuviste invariablemente al lado de los liberales. Bravo, bravísimo. La mejor prueba de ello fue tu papel determinante en la batalla de Puebla cuando el 5 de mayo de 1862 cooperaste, con tanto acierto y coraje, en la derrota del ejército francés, el mejor del mundo, al lado de Ignacio Zaragoza. Imposible olvidar, Porfirio, hijo, que también te convertiste en el héroe de la batalla del 2 de abril, cuando, cinco años después, agonizaba el imperio de Maximiliano y volviste a derrotar a los invasores precisamente en la ciudad de Puebla. ¡Cuánto te debía México por tus hazañas militares! ¡Cuánta congruencia en tus principios y objetivos! Expusiste en innumerables ocasiones la vida, incluso llegaste a estar gravemente herido en la espalda, a cambio de obsequiar a tus semejantes un México libre, soberano, independiente y progresista. Ahí están los hechos. Sobran las evidencias. Luchaste como un gran liberal con las armas en la mano contra los invasores extranjeros y contra una Iglesia ávida de bienes materiales y de prebendas y privilegios que pagaba una nación depauperada. Te caracterizaste como el hombre defensor de la democracia y de la libertad. Bien, muy bien, felicidades por todo ello...

El tirano se encontraba callado e intrigado. Las expresiones de su rostro sorprendido Y no menos confundido apenas se podían distinguir oculto, como estaba, en una bruma repentina. Todo parecía indicar que observaba sus polainas adquiridas, en los últimos días vividos en el París de sus sueños, en una zapatería de los Campos Elíseos, una de las más concurridas avenidas en las que gustaba pasear al lado de Carmelita, su amada Carmelita, tal vez, quién sabe, la mujer que más había amado en su existencia. Cuando Díaz se evadía sus recuerdos los acaparaba, en un principio, Juana Catalina, una paisana vendedora de cigarrillos, de granos de cacao, añil y otros objetos que, con el paso del tiempo, empezó a colocarlos exitosamente en el mercado internacional. Cata, la
Didjazá
, a quien Díaz conoció durante la guerra de Reforma, le había salvado la vida enuna ocasión durante la batalla de Miahuatlán, cuando ella lo ocultó bajo sus enaguas. El agradecimiento sería eterno. Cata sabía muy bien que cuando recibía visita del joven militar y más tarde caudillo y éste le tomaba la trenza para deshacérsela, mientras ella conversaba, era que el amor de siempre había tocado a la puerta. Era el momento del arrebato que sólo se extinguiría con el paso del tiempo. Esa humilde campesina conquistó el corazón de Porfirio, quien, según cuenta la leyenda, mandó a construir el ferrocarril de Tehuantepec especialmente para poder llegar hasta la casa de Juana Cata, su primer gran amorío, en nada comparable, eso sí, con los sentimientos que despertó en él Delfina Ortega Díaz, su sobrina carnal, la hija natural de su hermana Manuela. ¡Claro que había tenido en sus brazos a la recién nacida con quien después engendraría varios hijos!

Por supuesto que Díaz siempre disfrutaba recordar en silencio los pasajes amorosos de su vida, por ello no podía dejar en el tintero los momentos de intensa felicidad vividos al lado de una dama misteriosa, mejor conocida como
la Mujer de Tlalpan
, a la cual visitaba con frecuencia el presidente de la República a un mes escaso de la muerte de Delfina, su sobrina y esposa. El fruto de esa relación fue un niño que nació el primero de febrero de 1881... Porfirio lo recogió y encomendó su educación a Antonio Ramos, un viejo amigo. El niño recibió el nombre de Federico Ramos y con ese mismo moriría porque el
malvado
chamaco y después adulto, plenamente consciente de su posición y de los privilegios a los que renunciaba, invariablemente se negó a cambiar su apellido por el de Díaz, a pesar de las súplicas del general, su padre, quien lo reconoció como su hijo y veló por él en todo momento.

Porfirio no podía sino sonreír cuando recordaba momentos felices como aquéllos tan intensos disfrutados al lado de Rafaela Quiñones, una soldadera a la que amó apasionadamente durante las interminables noches de la Intervención francesa y que había conocido en Huamuxtitlán, en el estado de Guerrero, a mediados de 1866. De aquellos arrebatos incontrolables nació su hija Amada, por la que Díaz tuvo una inagotable y evidente debilidad durante toda su existencia. Con Petrona Esteva, si bien es cierto que vivió inolvidables momentos de éxtasis, fue falso que hubiera tenido descendencia. ¡Cuántas oportunidades le había obsequiado la vida para ser feliz! Bien lo sabía él: había vivido en deuda permanente con la existencia. ¿Cómo retribuir tantos honores y placeres? Había sido un consentido de los astros y si se quiere, ¿por qué no?, de Dios, ahí estaban las evidencias para demostrarlo. ¿Cuántos hijos del Señor habían sido premiados con tantos excesos como él? A ver, sí, ¿cuántos...?

Después de un breve silencio se escuchó un trueno estremecedor, un anuncio para llamar al orden a Díaz por haberse distraído de la conversación, según lo delataba su mirada perdida.

—Después, Porfirio, los problemas empezaron a presentarse a lo largo de los tortuosos años de la Restauración de la República, cuando fuiste civilizadamente vencido en las urnas en cuatro elecciones presidenciales, sí, cuatro, durante los siguientes diez años: Benito Juárez te derrotó en 1867 y te volvió a derrotar en las urnas en 1871, mientras que Sebastián Lerdo de Tejada te aplastó materialmente en 1872, para repetir el escarmiento en 1876. Las mayorías no te querían y por ello fuiste descalificado con la debida limpieza, ¿no...? Pero justo es decirlo, se te agotaba la paciencia y se te desbordaba la ambición. Tú querías ser y serías por las buenas o por las malas, ¡ah, que si serías...!, ¿verdad...? O me lo dan o se los arrebato... Estaba clara, muy clara tu posición, Porfirio, hijo...

Un denso aroma a incienso invadió repentinamente la habitación.

—Pero no olvidemos que Lerdo y José María Yglesias te habían vencido electoralmente cuando también competiste con ellos por la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En apretado resumen: sólo lograste conquistar con la debida transparencia dos humildes curules como diputado por los congresos V y VII, en tanto era del dominio público que en todas las sublevaciones militares de esos diez años invariablemente aparecía tu nombre involucrado a la violencia. Ése eras tú, ¿verdad?

—Es que...

El intento de réplica fue ignorado.

—¿Decidiste entonces ser el Jefe de la Nación pasando por alto la voluntad del electorado que no te concedió el cargo anhelado en cuanta competencia electoral participaste? ¿Cómo ibas a pasar el resto de tu vida en una ranchería después de haber sido el hijo pródigo que rescata al país del reino de las tinieblas?

La conducta de Díaz se reducía a arquear la ceja izquierda y a fruncir el ceño. Arrugaba la frente. Él mismo se cuestionaba. Contenía su inclinación natural hacia la violencia. Antes que nada era un bravucón, esta vez domado.

—México era para ti un país de malagradecidos porque no te reconocía tus méritos y haberes de campaña y te hundía en la soledad y en la impotencia, ¿no es cierto? Si el país no accedía a tus caprichos te harías del primer cargo de la nación por medio de un garrote al estilo de los hombres de las cavernas. Por ello y sólo por ello urdiste el Plan de la Noria para derrocar a tu paisano Benito Juárez y hacerte por la fuerza de la titularidad del Poder Ejecutivo aun cuando tuvieras que destruir el incipiente Estado de Derecho que lentamente se gestaba durante los días aciagos de la Restauración de la República. Sólo que el Plan de la Noria acabó en una catastrófica derrota militar, política y moral, Porfirio querido, en una debacle en la que hiciste el ridículo de tu vida, ahora también como militar... ¿Estamos? ¿Cómo se te ocurrió organizar una revuelta en la misma hacienda que te regaló el gobierno del estado de Oaxaca como recompensa por los servicios prestados a la patria? Menudo concepto tienes de la lealtad, hijo mío.

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