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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (2 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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II

 

 

 

 

El miedo rondaba sin ruido en sus cerebros, con pasos de leopardo.

 

T
HOMAS
W
OLFE
,
El ángel que nos mira

 

 

 

 

 

Amanecer muerta.

Eso era lo que le hubiera gustado a Mari Loli cuando andaba muy, muy apurada. Cuando estaba hasta las narices de ir corriendo y saltando obstáculos, como en esas carreras de los cienmetrosvallas que a veces echaban en la tele. Así iba todo el día, trotando desde las seis de la mañana, aún cansada, hasta la medianoche, más cansada todavía. Venga a luchar a brazo partido para que las cosas más o menos funcionaran. Y, caray, cuando creía haber encontrado la solución para un problema, aparecía otro y luego otro. A veces aparecían tantos que se hartaba. Que también ella tenía derecho a descansar, ¿o no?

Mari Loli colgó el teléfono público de los vestuarios y recuperó la moneda. ¿Por qué Manolo no contestaba? ¿Por qué, si su marido no estaba de servicio y había dicho que se quedaría en casa descansando, no descolgaba el teléfono? ¿Adónde habría ido tanto rato? En las dos últimas horas, era la segunda vez que intentaba hablar con él, y ni por ésas... ¡El colmo, ¿no?! Para un día que una lo necesitaba... No se podía contar con él para nada, se dijo, mientras iba hacia el despacho de administración.

Amanecer muerta por un tiempo. Pongamos una semanita; lo suficiente para que los problemas se resolvieran por sí solos o para que ella hubiera recuperado fuerzas, pensó al cerrar el botiquín del despacho.

Pero, en fin, seguía viva y sus follones no podían disolverse en un vaso de agua como la aspirina efervescente. Maldita la necesidad que tenía de tomársela; era una treta para engatusar más fácilmente a Jooose.

La treta se desvaneció en el agua. Mari Loli se apoyó en el ligero tabique de conglomerado que cerraba el despacho, suspiró para estar segura de captar la atención del encargado y bebió la treta a sorbitos. Las burbujas blancas le cosquilleaban en el labio superior. Con un gesto de actriz de cine mudo, recostó la nuca, cerró los ojos y se llevó la mano derecha a la frente.

—¿Qué te pasa, Mari Loli?

—No me encuentro muy bien —largó con voz vacilante. Había que echarle cuento para que tragara. Aunque, bueno, todo no era comedia, que también estaba ciscada de miedo, porque ¿a ver cómo se iba a poner su jefe?

—Bueno... pues a ver si con la aspirina se te pasa —ordenó el encargado, zambullendo otra vez la cabeza entre los albaranes.

Mari Loli guardó la caja de aspirinas en el botiquín, junto a los tampax y la botella de alcohol. Vale. No esperaba convencerlo a la primera. Ni siquiera lo hubiera esperado de haber sido ella una actriz del Jolibut. Para según qué, Jooose era mucho Jooose. Ése había sido, para entenderse, el primer torpedo. Pero ahora ¿qué? ¿Cómo le decía que tenía que largarse tres horas antes de lo normal?

Regresó a la caja, donde Luis Miguel la había sustituido durante su actuación.

—Gracias, cielo —le dijo ocupando su puesto en el taburete.

Luis Miguel le contestó nohaydequé guiñándole un ojo y se marchó a reponer productos en las estanterías.

—¿Qué, nena? ¿Cómo ha ido? —preguntó Florita, mientras con la mano derecha arrastraba un paquete de arroz sobre el lector del código de barras y con la izquierda se rascaba la sien del mismo lado. Luego, se despeinó un poco el mechón bajo el que había estado hurgando. Así no desmerecía el conjunto de su espléndida pelambrera naranja—. Tres mil cuatrocientas veintiocho. ¿Paga en efectivo o con tarjeta?

La mujer le entregó un billete de cinco mil.

—Creo que no muy bien —adelantó Mari Loli—. Deje el cesto en el suelo ahí mismo, señora, haga usted el favor.

—¿Tarjeta de cliente? —dijo Florita con voz hastiada—. ¿Pero te ha dicho algo?

—¡Juliiiiita! ¿Que a cuánto, los kiwis?

—A cincuenta y cinco la pieza —respondió Julita desde uno de los pasillos que desembocaban en caja.

—Pues, cincuenta y cinco por cuatro. Me ha dicho que con la aspirina se me pasa fijo.

—¡Mamón! Qué sabrá él lo que tú necesitas... Yo sí lo sé, no te joroba. Señora, se olvida el queso.

Mari Loli tuvo que esperar hasta que el remolino de personas amontonadas en caja se dispersó para oír la solución que, según Florita, resolvía los problemas. Los de Mari Loli y los de cualquiera.

—Un buen polvo, eso es lo que tú necesitas, guapa.

Mari Loli meneó la cabeza. Florita siempre con lo mismo. ¡Como si los tiempos estuvieran para eso!

—Mira, tú —siguió la otra, ignorando el gesto de fastidio de su compañera—, ha llegado una nueva partida de ropa interior. ¿La has visto?

Le contestó que no con un breve gesto, que para ropa interior estaba ella. Florita se lanzó a una lujosa y detallada descripción de las tres o cuatro piezas de lencería que Luis Miguel había colocado en uno de los estantes destinados a productos de perfumería, cercanos a la caja.

—Mira —decía Florita, cogiendo a Mari Loli por el hombro y obligándola a estirar el cuello para ver lo que señalaba—, está ahí. ¿Lo ves? El tanga de color cereza. Llevar eso debe de ser casi como ir sin bragas. ¿Te imaginas?

No. Mari Loli no se hacía una idea de qué podia sentir una con aquello tan minúsculo. Además, seguro que el tanga de marras se le clavaba y le dejaba unas marcas rojas como las de los calcetines de media, que siempre acababan por estrangularle la pantorrilla.

—... y muy escotado. Claro que para eso hay que llevar las ingles bien depiladas, ¿sabes?...

¿Las ingles? ¿Cómo las pijas de La Peluquería donde trabajaba Estrella? ¡Pero bueno...! Si a una apenas le daba tiempo a pasarse por las piernas la cuchilla de afeitar de Manolo algunas veces...Total, aquello no le importaba a nadie.

—... y por detrás, no se ve nada, ¿sabes qué te digo?, como queda metido en la raja, no se marcan aunque lleves un pantalón de tela muy fina. Y, claro, las dos cachas quedan redonditas, empinadas...

Mari Loli miró el trasero de Florita, que ni siquiera aquel horrible uniforme granate conseguía disimular. Era efectivamente un culito redondo y respingón.

—... entonces viene Pepe, también él empinado, y me mete mano. El gusto que da, casi como si no llevase nada. Bueno, mejor que eso. Que así me imagino lo que será cuando llegue a casa y él me quite la ropa des-pa-ci-to. Jo, tía, no te haces idea de cómo me pongo...

Pues, no. Ya casi no recordaba cómo se estremecía su cuerpo al contacto de otra mano que no fuera la suya. Llevaba tanto sin Manolo...

—¿Y si probaras? Quiero decir que te compras el tanga cereza, te lo pones esta noche y cuando llegue Manolo: ¡chachán!

—Florita, hija, ¿pero tú me has mirado a mí?

La verdad, no parecía el cuerpo de Mari Loli un cuerpo para mucho tanga. A lo sumo uno para contundentes bragas de algodón blanco, de las que empiezan en el pubis y no acaban hasta la cintura.

—Pues, por lo menos, podrías darte el gusto de llamar a ese programa de la tele, ¿no? Anda, anímate. Llama a «Usted es nuestra estrella». Con lo bien que se te da el baile...

Mari Loli se encogió de hombros.

—Novecientas cincuenta y tres.

—Deme una bolsa.

—Vale un duro.

El tangacereza quedó relegado al pensamiento de Florita, porque del de Mari Loli hacía rato que había volado. Apenas había aleteado suavemente y se había marchado para ceder espacio a reflexiones más plomizas y apremiantes. Se preguntaba de qué manera sería preferible decirle a Jooose que se iba. Lo mejor, aunque le costara, era planteárselo claramente, ir al grano.

—Jooose, que me voy a casa, que no estoy bien.

—Ya —respondió el otro con sorna.

Mari Loli lo sabía desde antes del ya: el encargado no iba a tragar fácilmente porque tenía la certeza de que a Mari Loli no le ocurría nada. Era a Anabelén a quien sí le ocurría. Había sido él quien había atendido la llamada de la guardería y, aunque Bibi, la maestra de la niña, no se había identificado, había sospechado algo.

—Pues sí. Me encuentro mal. Creo que me ronda una gripe. Será mejor unas horas que unos días, ¿no? —lo desafió.

Jooose respondió al reto levantándose y poniéndose junto a la mujer.

Mari Loli no se dejó amedrentar por los aires pendencieros del jefe y mantuvo el tipo. Lo miraba altivamente como diciéndole ¿quieres guerra?

Jooose, después de un silencioso e inacabable instante de reflexión, le soltó:

—Pues, venga, cuadra caja y vete —y cuando ella ya salía por la puerta, le gritó—: Pero mañana te quiero aquí, ¿me entiendes?

Anda y que te den pomada, guapo, se dijo mientras iba hacia la caja.

Terminado el arqueo, se encaminó al reloj suspendido en el despacho de administración, sacó su tarjeta magnética del bolsillo y la deslizó por la ranura. El reloj reconoció el número doce de la tarjeta como perteneciente a la empleada Dolores López y contabilizó el número de horas trabajadas. Sin una palabra, Mari Loli salió del despachito para dirigirse a los vestuarios.

Se descalzó, metió los zuecos en su taquilla, se quitó la camisa y el pantalón de viscosa granate y los colgó en la percha en sustitución de las mallas y el jersey. Luego, frente al espejo, examinó críticamente su cuerpo sólo cubierto con la ropa interior. Sí, señora: para un tangacereza estaban sus kilos...

Se puso las mallas negras y el jersey rosa, las zapatillas deportivas y un chaquetón de nailon acolchado color violeta ribeteado de pelo blanco acrílico, se echó el bolso al hombro y salió a la calle.

¿Amanecer muerta? Mentira le parecía haber deseado la muerte un rato antes. Total, si ya se sabe: Dios aprieta pero no ahoga... Además, todo todo no era un desastre. Por ejemplo, hoy tenía varias razones para sentirse de buen humor. Se había escaqueado del curro, y eso era ganso. Podría disfrutar unas horas de su pequeña, aunque estuviera enferma. Se repantigaría a ver la telenovela. ¡Y, además, ese cielo tan azul...! Se paró unos segundos para estirar gatunamente la columna y luego siguió andando a paso vivo. ¡Valiente tontería! Ni muerta quería morirse habiendo en la vida momentos así.

Entró en la estación del metro buscando el billetero para sacar la tarjeta multiviaje. En la exploración por aquel enmarañado bolso, sus manos tropezaron con algo que había olvidado:
Mujer Diez
, el ejemplar de febrero. También entonces se le esponjó el cuerpo de gusto. Como con el cielo. Pensar en aquella hora que tenía aún por delante para disfrutar de tantas páginas de papel cuché... un lujo. Un lujo que le debía a Estrella. Si hubiera tenido que gastarse ella misma la fortuna que valía...

Bajó corriendo las escaleras al intuir que el metro estaba detenido en el andén. Resoplando por el esfuerzo, entró en un vagón cuando las puertas ya casi se cerraban. No se sentó; total, en dos paradas tenía el transbordo. Se agarró a una de las barras y separó los pies para mantener mejor el equilibrio. Justo entonces se acordó: ¡menudo plantón le iba a dar al pobre Luis! ¡Jobar! Con lo amable que era, que le guardaba los huesos para la perra. Seguro que se extrañaría de no verla por allí a las cuatro, a la hora en que ella salía de Cadena Dos y él levantaba la puerta metálica de su carnicería, junto al supermercado. Se conocieron así, hacía ya tiempo: ella saliendo y él entrando. Durante meses sólo se dijeron buenas tardes. Luego, Luis se interesó por su trabajo y ella distraídamente fue contando cosas de sus tres hijos, de la perra... Así fue como Luis empezó a guardarle carne para los niños o huesos para el animal y a hacerle una rebaja en el precio cuando se decidía a comprarle algo. Supo que Luis era viudo y no tenía hijos. Por esa razón le envidiaba esa familia tan completa... Bueno, pues qué se le iba a hacer, la cosa de los huesos ya no tenía remedio. No podía deshacer lo andado.

Echó un vistazo a los titulares de la portada de
Mujer Diez
: Dosier anti-edad, cómo frenar el desgaste de los años. ¿Qué espera en la cama un hombre de una mujer? Cómo aprender a ser feliz. Recetas golosas para los más pequeños. Tu astrólogo y tú. Comenzaría por los dos últimos, que le podían ser útiles. En cambio, el primero, el segundo y el tercero los leería por la noche, si el cansancio lo permitía, aunque probablemente ninguno le serviría de gran cosa. Frenar el desgaste de los años... ¡Valiente mamonada! A sus treinta y seis, ya no tenía ninguna duda: lo que habría que frenar eran los años y, eso, ni las tías con pasta se lo podían permitir. Mujer, ellas sí podían untarse con potingues carísimos y hasta que les hicieran un listin de esos para estirar la piel de la cara aunque luego no pudieran ni sonreír, como la Montiel. Pero al final, también se morían, como las pobretonas a las que no les alcanzaba la pasta ni el tiempo siquiera para teñirse el pelo decentemente. Contempló el quebradizo reflejo que le devolvía el cristal de la puerta, inexacto en cuanto a los colores, pero suficiente como para poder comprobar lo que ya sabía: se le veían por lo menos tres dedos de raíz oscura. Además, el rubio de las puntas estropajosas se había ido extraviando en un verde aceituna manzanilla. En fin, estaba en lo cierto Estrella, los tintes malos siempre iban para el verde... En cuanto a «¿Qué espera en la cama un hombre de una mujer?», pues una no estaba muy segura de qué ocurriría, si tuviera que ponerse otra vez. ¿Se acordaría? Porque, a ver, ¿cuánto llevaban desde la última, esto es, desde Anabelén? Pues diecinueve meses de la cría y nueve de preñada... ¡Más de dos años! Con razón pensaba que quizás no sabría cómo funcionar si Manolo la engatusaba con un ven pa'cá. Aunque, según Estrella, eso no se olvidaba nunca, pero que, por si acaso, echarse un casquete de vez en cuando, que no le vendría mal. Además, decía ¿por qué se empeñaba tanto en Manolo cuando en el mundo había más tíos que botellines? Lo de «Cómo aprender a ser feliz» ignoraba si le sería muy útil, aunque podía echarle un vistazo. Total, por probar no se perdía nada. Ella no se consideraba una mujer feliz, pero tampoco desgraciada. Era algo así..., algo así como una lavadora. O sea, con un caparazón metálico por fuera, que la aislaba de todo. Por las mañanas, con el despertador, se ponía en marcha el programa uno. En Cadena Dos, empezaba el siguiente programa. Por las noches, en la cama, se desconectaba. Bueno, si Manolo hubiese querido, le hubiera dado al centrifugado... Pero, nada; el otro como si no la viera. En fin, a ratos se quitaba el caparazón y entonces era feliz: con el sol, con
Mujer Diez
, con Anabelén, con las panzadas de hablar que se daba con Estrella o con Angelines, con... con un helado de chocolate. Y, sobre todo, con la música y el baile.

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