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Authors: Fredric Brown

Amo del espacio (8 page)

BOOK: Amo del espacio
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—¿Aclara, señor Gross? —preguntó la voz del capitán desde abajo.

—Que sí, señor. Está aclarrando rrápidamente.

En la cámara, el capitán Randall siguió jugando al blackjack con el segundo oficial y el maquinista. La tripulación, un anciano alemán llamado Weiss, con una pata de palo, dormía junto al tonel de agua potable de popa, dondequiera que esto estuviera.

Transcurrió media hora. Al cabo de una hora, el capitán perdía frente a Helmstadt, el maquinista.

—¡Señor Gross! —llamó.

No obtuvo respuesta, y aunque llamó de nuevo, siguió sin obtenerla.

—Un momento, mein amigos —dijo al segundo oficial y al maquinista, y subió hasta el puente por la escalera de la cámara.

Gross estaba allí, mirando hacia el cielo con la boca abierta. La niebla había desaparecido.

—Señor Gross —dijo el capitán Randall.

El segundo oficial no contestó. El capitán vio que su segundo oficial giraba lentamente sobre sí mismo.

—¡Hans! —gritó el capitán Randall—. ¿Qué demonios le ocurre?

Entonces, él también alzó la mirada.

Superficialmente, el cielo parecía normal. No había ningún ángel volando sobre ellos, ni se oía el motor de ningún avión. La Osa Mayor..., el capitán Randall giró lentamente, aunque con más rapidez que Hans Gross. ¿Dónde estaba la Osa Mayor?

En cuanto a eso, ¿dónde estaba todo? No se veía ni una sola constelación que pudiera reconocer. Ni rastro de la hoz de Leo. Ni rastro del cinturón de Orión. Ni rastro de los cuernos de Tauro.

Lo que era peor, había un grupo de ocho brillantes estrellas que debían haber formado una constelación, pues tenían la forma aproximada de un octágono. Sin embargo, en caso de que esa constelación hubiese existido alguna vez, él nunca la había visto, a pesar de haber doblado el Cabo de Hornos y el de Buena Esperanza. Quizá... Pero no... ¡No se veía la Cruz del Sur!

Inexplicable. El capitán Randall se acercó a la escalerilla de la cámara.

—Señor Weisskopf —llamó—. Señor Helmstadt. Suban al puente.

Ambos subieron y miraron. Nadie dijo nada durante unos minutos.

—Pare los motores, señor Helmstadt —ordenó el capitán.

Helmstadt saludó, por primera vez en su vida y bajó a la sala de máquinas.

—Capitán, ¿puedo desperrtarr a Veiss? —preguntó Weisskopf.

—¿Para qué?

—No lo sé.

El capitán reflexionó.

—Despiértele —dijo.

—Me parrece que estamos en el planeta Marrte —dijo Gross.

Pero el capitán ya lo había pensado y desechado la idea.

—No —contestó firmemente—. Las constelaciones tendrían casi el mismo aspecto desde cualquier planeta del sistema solar.

—¿Quierre decirr que estamos fuerra del cosmos?

El zumbido de los motores cesó súbitamente y sólo se oyó el suave y familiar chapoteo de las olas contra el casco y el suave y familiar balanceo de la embarcación.

Weisskopf volvió con Weiss, y Helmstadt subió al puente y saludó de nuevo.

—¿Y bien, capitán?

El capitán Randall agitó una mano en dirección a la cubierta de popa, llena de cajas de licor amontonadas bajo un toldo de lona.

—Tiren la carga al mar —ordenó.

La partida de blackjack no se reanudó. Al amanecer, bajo un sol que no habían esperado ver otra vez —y que, por cierto, ninguno vio en aquellos momentos—, los cinco hombres inconscientes fueron trasladados a la cárcel del puerto de San Francisco por miembros de la patrulla costera. Durante la noche, la Ransagansett se había deslizado bajo el Golden Gate y chocado suavemente con el muelle del transbordador de Berkeley.

En la popa de la goleta había un gran toldo de lona. Estaba atravesado por un arpón cuya cuerda se hallaba fuertemente atada al palo mayor. Su presencia nunca fue explicada oficialmente, aunque días después el capitán Randall recordó vagamente haber pescado un cachalote durante la noche. Pero el anciano marinero llamado Weiss jamás descubrió lo que había sucedido con su pata de palo, lo que quizá no tuviera demasiada importancia.

Milton Elale, doctor en física, había terminado de hablar y el programa concluyó.

—Muchas gracias, doctor Hale —dijo el locutor de radio. Se encendió una luz amarilla; el micrófono estaba desconectado—. Uh... Ya puede pasar a buscar el talón por la ventanilla. Usted..., uh..., ya sabe dónde.

—Lo sé —respondió el físico.

Era un hombrecillo gordinflón y de aspecto risueño. Con su enmarañada barba blanca, parecía una edición de bolsillo de Santa Claus. Sus ojos centelleaban y fumaba en pipa.

Dejó el estudio insonorizado y se dirigió vivamente por el vestíbulo hasta la ventanilla de la cajera.

—Hola, encanto —dijo a la muchacha que estaba allí—. Creo que tienes dos talones para el doctor Hale.

—¿Usted es el doctor Hale?

—A veces ni yo mismo lo sé —repuso el hombrecillo—. Pero llevo una tarjeta de identidad que parece demostrarlo.

—¿Dos talones?

—Dos talones. Ambos por la misma emisión, gracias a un arreglo especial. Por cierto, esta noche hay una excelente revista en el teatro Mabry.

—¿De verdad? Sí, aquí están sus talones, doctor Hale. Uno por setenta y cinco y el otro por veinticinco. ¿Es correcto?

—Correctísimo. ¿Qué me dice sobre la revista del Mabry?

—Si lo desea, llamaré a mi marido y se lo preguntaré —dijo la muchacha—. Es el portero.

El doctor Hale suspiró profundamente, pero sus ojos siguieron centelleando.

—Creo que le parecerá bien —repuso—. Aquí tiene las entradas, encanto, para que puedan ir los dos. Acabo de recordar que esta noche tendré trabajo.

La muchacha abrió desmesuradamente los ojos, pero aceptó las entradas.

El doctor Hale entró en la cabina telefónica y llamó a su casa. Su casa, y el doctor Hale, estaban dirigidos por su hermana mayor.

—Agatha, esta tarde he de quedarme en la oficina —le comunicó.

—Milton, ya sabes que puedes trabajar igual de bien en tu estudio de casa. He oído tu emisión, Milton. Ha sido magnífica.

—Ha sido una verdadera tontería, Agatha: una estupidez. ¿Qué he dicho?

—Pues has dicho que..., uh..., que las estrellas eran..., es decir, no has...

—Exactamente, Agatha. Mi intención era evitar que cundiera el pánico entre el populacho. Si les hubiera dicho la verdad, se habrían preocupado. Pero al hablar de una forma erudita y científica, les he convencido de que todo estaba.., uh, bajo control. ¿Sabes, Agatha, lo que quería decir con el paralelismo de un gradiente entrópico?

—Bueno..., no exactamente.

—Yo tampoco.

—Milton, ¿has estado bebiendo?

—Ni eso ni... No, no he bebido. Te aseguro que no puedo ir a casa para hacer el trabajo de esta noche, Agatha. Iré a mi estudio de la universidad, porque allí tendré acceso a la biblioteca y podré consultar los libros que quiera, así como los mapas estelares.

—Pero, Milton, ¿qué me dices del dinero que te han pagado por la emisión? Ya sabes que no es seguro que lleves dinero en los bolsillos cuando te sientes... así.

—No es dinero, Agatha. Es un talón y te lo enviaré por correo antes de ir a la oficina. No lo cobraré, te lo aseguro. ¿Te parece bien?

—Bueno..., si necesitas tener acceso a la biblioteca supongo que así debe ser. Adiós, Milton.

El doctor Hale cruzó la calle y se dirigió al drugstore. Allí compró un sello y un sobre, y cobró el talón de veinticinco dólares. El talón de setenta y cinco dólares fue introducido en el sobre y echado al correo.

Mientras estaba junto al buzón, levantó los ojos hacia el cielo..., se estremeció, y bajó apresuradamente la vista. Se dirigió al bar más próximo y pidió un whisky escocés doble.

—Hacía mucho tiempo que no le veíamos por aquí, doctor Hale —le dijo Mike, el camarero.

—Es verdad, Mike. Sírvame otro.

—En seguida. Este va a cargo de la casa. Acabamos de oír su emisión por la radio. Ha sido fantástica.

—Sí.

—Desde luego que sí. Yo estaba un poco preocupado con todo eso que pasa allá arriba, por mi hijo aviador y todo eso. Pero si ustedes, los científicos, saben lo que se traen entre manos, supongo que no hay por qué inquietarse. Ha hablado muy bien, doctor. Pero me gustaría hacerle una pregunta.

—Me lo temía —comentó el doctor Hale.

—Esas estrellas... se están moviendo, van a alguna parte. Pero ¿adónde van? Vamos, como usted ha dicho, si es que se mueven.

—Es imposible decirlo con exactitud, Mike.

—¿No se mueven en línea recta, cada una de ellas?

Durante sólo un momento, el famoso científico titubeó.

—Bueno, sí y no, Mike. De acuerdo con el análisis espectroscópico, mantienen la misma distancia que las separa de nosotros, cada una de ellas. Así que realmente se mueven —si es que se mueven— en círculos a nuestro alrededor. Es decir, parece ser que nosotros estamos en el centro de esos círculos, de modo que las estrellas que se mueven no se acercan ni se alejan de nosotros.

—¿Podría determinarse el rumbo de esos círculos?

—En un globo estelar, sí. Ya se ha hecho. Todos parecen dirigirse hacia una zona determinada del cielo, aunque no a un punto dado. En otras palabras, no se cruzan.

—¿Hacia qué parte del cielo se dirigen?

—Aproximadamente a una zona entre la Osa Mayor y Leo, Mike. Las más alejadas se mueven más de prisa, y las más cercanas se mueven más despacio. Pero, maldita sea, Mike, he entrado aquí para olvidarme de todo lo concerniente a las estrellas, no para hablar de ellas. Dame otra.

—En seguida, doctor. Cuando lleguen a esa zona, ¿se detendrán, o seguirán avanzando?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa, Mike? Empezaron a moverse de repente, todas al mismo tiempo, y con plena velocidad original..., quiero decir que se pusieron en marcha a la misma velocidad que tienen ahora..., sin un precalentamiento, para explicarlo de algún modo, así que me imagino que podrían detenerse igual de inesperadamente.

Se interrumpió tan súbitamente como podrían hacerlo las estrellas. Contempló su imagen en el espejo que había detrás de la barra como si nunca se hubiera visto.

—¿Qué pasa, doctor?

—¡Mike!

—¿Sí, doctor?

—Mike, eres un genio.

—¿Yo? No se burle.

El doctor Hale gruñó.

—Mike, tendré que ir a la universidad para solucionar todo esto. Allí tendré acceso a la biblioteca y el globo estelar. Me estás convirtiendo en un hombre honrado, Mike. No sé qué clase de escocés me has servido, pero envuélveme una botella.

—Es Tartan Plaid. ¿Un cuarto?

—Un cuarto, y no pierdas el tiempo. Tengo que ver a un hombre para tratar sobre una Canícula.

—¿Habla en serio, doctor?

El doctor Hale suspiró ruidosamente.

—Tú tienes la culpa, Mike. Sí, la Canícula es Sirio. Ojalá no hubiera venido, Mike. Mi primera noche de juerga en no sé cuántas semanas, y tú me la estropeas.

Tomó un taxi hasta la universidad, entró y encendió la luz de su despacho particular y la biblioteca. Después tomó un buen trago del Tartan Plaid y se puso a trabajar.

En primer lugar, después de decir quién era a la telefonista de servicio y discutir un poco, obtuvo una comunicación telefónica con el director del Observatorio Cole.

—Soy Hale, Armbruster —dijo—. Tengo una idea pero quiero comprobar los hechos antes de empezar a trabajar sobre ella. Según el último informe que he recibido, hay cuatrocientas sesenta y ocho estrellas que revelan un nuevo movimiento propio. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, Milton. Sigue habiendo el mismo número.... no hay otras.

—Muy bien. Tengo una lista de todas ellas. ¿Se ha producido algún cambio en velocidad de movimiento de alguna de ellas?

—No; aunque parezca imposible, es constante. ¿En qué consiste tu idea?

—Primero quiero comprobar mi teoría. Si obtengo algún resultado positivo, te lo comunicaré enseguida.

Pero se olvidó de hacerlo.

Fue una tarea larga y penosa. Primero hizo un mapa del firmamento en la zona entre la Osa Mayor y Leo. Sobre este mapa, trazó 468 líneas que representaban la ruta prevista de cada una de las estrellas aberrantes. En el borde del mapa, donde se iniciaban todas las líneas, hizo una anotación sobre la aparente velocidad de la estrella, no en años luz por hora, sino en grados por hora, hasta el quinto decimal.

Después se concentró en una serie de razonamientos.

«Supongamos que el movimiento que se inició simultáneamente termine simultáneamente —se dijo—. Hagamos otra suposición. Probaremos con las diez en punto de mañana por la noche.»

Lo probó y contempló la serie de posiciones indicadas en el mapa. No.

Probó con la una de la madrugada. Eso resultó tener más sentido.

Probó con las doce de la noche.

¡Eso era! Por lo menos, muy aproximado. El cálculo podía variar unos pocos minutos en una u otra dirección y no tenía objeto embarcarse en interminables cálculos para averiguar la hora exacta. Mucho menos ahora que sabía el increíble hecho.

Tomó otro trago y contempló sombríamente el mapa.

Un viaje a la biblioteca proporcionó al doctor Hale la información que necesitaba. ¡La dirección!

Así empezó la saga del viaje del doctor Hale.

Lo inició con una copa. Después, como sabía la combinación, saqueó la caja fuerte que había en el despacho del rector de la universidad. La nota que dejó en la caja fuerte era una obra maestra de brevedad. Decía:

«He sacado dinero. Se lo explicaré después.»

Después bebió otro trago y se metió la botella en un bolsillo. Salió del edificio y paró un taxi. Se aposentó en el asiento posterior.

—¿Adónde, señor? —preguntó el taxista.

El doctor Hale le dio una dirección.

—¿La calle Fremont? —dijo el taxista—. Lo siento, señor, pero no sé dónde está.

—En Boston —explicó el doctor Hale—. Tendría que habérselo dicho; en Boston.

—¿En Boston? ¿Se refiere a Boston, Massachusetts? Esto está muy lejos de aquí.

—Por lo tanto, lo mejor es que salgamos inmediatamente —dijo el doctor Hale, con cierta dosis de lógica.

Una breve discusión financiera y la entrega del dinero, extraído de la caja fuerte de la universidad, acallaron las objeciones del conductor y se pusieron en marcha.

Era una noche muy fría para el mes de marzo y la calefacción del taxi no funcionaba demasiado bien. Pero el Tartan Plaid proporcionó el calor necesario al doctor Hale y al taxista, y cuando llegaron a New Haven, ambos cantaban alegremente toda clase de melodías populares.

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